El Diario de Ana Frank: una ópera mínima para una historia inmensa
- Manuel Alméstar
- 13 jul
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 16 jul
El silencio puede ser ensordecedor. Y en El diario de Ana Frank, ópera de cámara del compositor ruso Grigori Frid, ese silencio se transforma en música. El pasado sábado 12 de julio en el Corral de Comedias de Alcalá de Henares, el Festival Ópera a Quemarropa ofreció una versión íntima y necesaria de esta obra, adaptada del texto autobiográfico de Ana Frank, uno de los testimonios más conmovedores del siglo XX.

Con apenas una soprano, un piano y un escenario desnudo, la propuesta dirigida por Bruno Berger-Gorski apostó por la contención. Y eso es, precisamente, lo que hace que esta obra cale hondo. No hay escenografía aparatosa ni efectos dramáticos: solo una voz, un cuerpo y una memoria que no se apaga. Esta versión minimalista de la ópera —como la original estrenada en Moscú en 1972— no se reduce: se concentra.
La soprano israelí Miriam Hajiyeva encarnó a Ana Frank con entrega emocional, musicalidad inteligente que sostiene la hora de monólogo con una potencia que crece a medida que avanza la obra. Si bien en la primera mitad se percibió algo contenida vocalmente, la segunda parte reveló una artista capaz de atravesar registros de vulnerabilidad, angustia y esperanza con una expresividad que traspasaba la forma. El pianista Almog Aharoni interpretó la compleja partitura con maestría y sensibilidad. La propuesta escénica, sin embargo, dejó cierto vacío visual. La ausencia de una iluminación más expresiva limitó la atmósfera de encierro, silencio y persecución que podría haber intensificado la experiencia sensorial del espectador. Una historia como esta no necesita artificios, pero sí merece una envoltura escénica que amplifique su contenido simbólico.
Finalizada la función, se abrió un valioso espacio de diálogo entre el público y el equipo artístico. Allí se abordó no solo el proceso creativo, sino también temas cruciales: la música contemporánea como herramienta de pensamiento, compositores antisemitas, y el poder del arte como medio de memoria y pregunta. Supimos, por ejemplo, que esta obra se representa también en centros educativos ante adolescentes a partir de los 14 años. Y ahí, quizá, se encendió la chispa más poderosa de la noche: no pensar el arte como vehículo de pedagogía, sino como una forma de plantear preguntas nuevas. De conmover. De activar.
Hoy, en un contexto global marcado por guerras, desplazamientos forzados y discursos de odio que vuelven a tomar cuerpo, El diario de Ana Frank no se representa desde la nostalgia del pasado, sino desde la urgencia del presente. El testimonio de Ana no puede quedar archivado como un episodio histórico cerrado, sino entendido como advertencia activa. ¿Cuántas Anas están escribiendo hoy —en silencio, bajo escombros, en campos de refugiados, en casas escondidas— diarios que quizás nunca lleguen a leerse?
Al final de la conversación, mientras el teatro recuperaba su luz y su pulso, quedó flotando una certeza: el arte, como el testimonio, es un acto colectivo. No lo sostienen solo quienes pisan el escenario, sino también quienes lo iluminan, lo organizan, lo tocan, lo piensan y lo escuchan. En una época que parece empeñada en repetir errores, el arte sigue siendo ese pequeño “círculo claro” del que hablaba Ana Frank: ese islote que, por frágil que sea, puede seguir salvándonos. Pero solo si lo defendemos desde lo colectivo.
Concepto y dirección escénica: Bruno Berger-Gorski Dirección musical / Piano: Almog Aharoni; Ana Frank: Miriam Hajiyeva (soprano); Vestuario: Christine Böhm-Mayerhofer Dramaturgia: Sandra Broeske, Bruno Berger-Gorski; Producción: Musiktheater Wien e.V. (Austria). Con la colaboración de: Foro Cultural de Austria y la Embajada de Israel en España














Ópera mínima, impacto máximo. Una voz basta para que Ana Frank siga hablándonos con fuerza.