María de Buenos Aires: cuando el fallo revela que el arte es un cuerpo colectivo
- Manuel Alméstar
- hace 4 días
- 4 Min. de lectura
¿Qué pasa cuando falla lo que no debería fallar? Cuando el sonido —ese hilo invisible que lo une todo— se corta. María de Buenos Aires, segundo título del Festival Ópera a Quemarropa, se presentó en escena como lo que es: una obra nacida para romper moldes, incluso cuando los imprevistos también quieren dejar su marca.

La “operita” de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer llegó con toda su ambición poética y existencial a esta edición del festival, que se define por el riesgo, la voz libre y la creación sin filtros. Bajo la dirección escénica de Teresa Garzón y la dirección artística de Borja Quiza, esta María no solo habla: baila, cae, se fragmenta y se reinventa. Porque María de Buenos Aires es muchas cosas a la vez: es ciudad, es tango, es duelo, es voz y es cuerpo. Y esta versión apostó por condensarlo todo, con una escena depurada a nivel musical y una propuesta estética que tiñe de sombra y deseo el escenario. Desde la primera escena, el tango se respira en el aire. Dos hombres danzan, como en los orígenes de este género que fue masculino antes de volverse carne de milonguita. Y entonces, María aparece. Nacida un día en que “Dios estaba borracho”, arrastrando su marca maldita, su deseo, su voz.
La figura de María, interpretada por Teresa Garzón, encarna una caída permanente, un tránsito desde el percal al suburbio, desde la carne al símbolo. Y, como Ferrer quiso, María habla. Consciente, poética, rota. Teresa Garzón se entrega al personaje con una energía física y emocional admirable. Más que cantar, respira y encarna el texto, desplazándose con intensidad por la escena y haciendo de su cuerpo una prolongación del lenguaje poético de Ferrer. Su María no busca agradar: busca resistir, y lo hace con gestos rotos, con voz quebrada y con una vulnerabilidad honesta que estremece. Por su parte, Borja Quiza sorprende con una versatilidad escénica notable. Acompañado de una presencia escénica, asume todos los personajes secundarios de la obra, desde el Duende hasta el Analista, con una plasticidad que navega entre lo lírico, lo grotesco y lo narrativo. Además, muestra un inesperado despliegue corporal en las escenas de danza, dejando claro que su talento va mucho más allá de lo estrictamente vocal. La propuesta apuesta por el movimiento, por una estética performativa que se aleja de la ópera tradicional o de versiones previas de esta obra y abraza el lenguaje del tango con sus propias reglas. Sin embargo, hay aspectos que aún pueden desarrollarse: el acento porteño —tan central para Piazzolla y Ferrer— no terminó de encarnar esa cadencia de humo y bandoneón, de staccatos y sensualidad de milonga que define al género. Y aunque la obra no persigue un lirismo clásico ni impostación vocal, se percibieron diferencias notables en la colocación técnica de los intérpretes.
La anécdota de esta representación surgió a mitad de la obra, justo en uno de los momentos más líricos y frágiles —la “carta a los árboles y las chimeneas”—, el micrófono de Garzón comenzó a fallar. Un crujido leve pero persistente empezó a filtrarse entre las notas. La escena, ya de por sí íntima, se volvió una prueba. Garzón, lejos de retirarse, decidió continuar. Lo hizo sin más ayuda que su propia voz y una interpretación conmovedora, multiplicada por el espacio. No fue solo profesionalismo: fue arte puro. Y entonces, Borja Quiza en ese momento se convirtió también en compañero de escena y cómplice. Con intuición escénica y dominio del espacio —y utilizando su propio micrófono camuflado en la frente— amplificó a Garzón durante el “Aria de los Analistas”, sosteniéndola con su cuerpo y su presencia. Fue uno de los momentos más hermosos, tensos y auténticos de la noche; una escena que nadie hubiera escrito así, pero que nadie podrá olvidar. Tras ese punto, sin embargo, la función se detuvo. Durante unos tres minutos, se interrumpió la representación para reparar el fallo técnico. Y ahí, quizá, se perdió algo del impulso que los músicos, los intérpretes y la atmósfera habían logrado construir. La interrupción fue comprensible, pero realmente este fue el principal fallo de esta "María".
Si bien el estreno de María de Buenos Aires tuvo este fallo técnico, no decepciona en absoluto en su apuesta artística, performativa y estética. De hecho, tal vez esta anécdota nos invite a mirar más allá de la superficie escénica y a recordar algo fundamental: que el arte —y en especial el arte en vivo— no es nunca un acto individual sostenido por un ego iluminado, sino un ejercicio profundamente colectivo. La magia que ocurre sobre las tablas solo es posible gracias a una red invisible de complicidades, gestos, compromisos y cuidados. No es solo quien canta bajo el foco de luz, sino también quien afina desde la penumbra, quien ilumina desde el control, quienes producen la obra desde la fila siete y quien escucha con el corazón abierto desde la platea. En María de Buenos Aires, lo que falló no fue el arte, sino un cable; y lo que se sostuvo, a pesar de todo, fue un tejido humano hecho de talento, empatía y pasión por el arte.
Equipo artístico: Teresa Garzón, Borja Quiza, Marcos Martincano, Alex Dios, Mario G. Cortizo, Fernando Briones, Helena Sousa, Javier Cedrón, Daniel Fernández. Diseño de luces y dirección técnica: Cristina Cejas. Diseño de sonido: Mario G. Cortizo. Producción: Ana F. Mourente. Realización de vestuario: Juan Carlos Guerra. Una producción de: Galemúsica con la colaboración del Centro Dramático Galego y patrocinada por la Axencia de Turismo de Galicia
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